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Quisiera, con mis palabras, ametrallar las conciencias adormecidas. Quisiera, con mis palabras, despertar esa imaginación narcotizada por la...

domingo, 26 de marzo de 2017

Cuentame un cuento, mamá





-Cuéntame un cuento, mamá. Uno de esos que que el abuelo te contaba a ti cuando eras pequeña.
-Vale mi vida. –Le tapó con la manta y tras encender la lámpara de la mesita, apagó la luz del techo. -¿Cuál quieres que te cuente?

-El de la estatua de sal.

-Está bien.

Dafne arrimó una silla junto a la cama de la pequeña Daniela y comenzó a acariciarle la carita. La pequeña cerró sus pequeños ojitos azules y se dejó guiar por un maravilloso mundo de cuento y fantasía a través de la voz de su madre.





La estatua de sal

En un lugar muy, muy lejano, tanto que nadie logró viajar hasta allí. Hace mucho, mucho tiempo, vivían dos reyes bondadosos que tras años de oraciones, por fin fueron bendecidos con el nacimiento de una hija. Le pusieron por nombre Abril, como el mes en que nació.

Todo el reino celebró con júbilo el nacimiento de la princesita Abril. Todo el mundo menos una persona, su tía Úrsula, la hermana de su padre. Esta ambicionaba el trono para su hijo, un chiquillo bueno y simpático, pero que había sido maldito con una inteligencia similar a la de un mosquito.

El día del bautizo de la princesa, todos los reyes, reinas, príncipes y princesas de reinos cercanos, acudieron al evento cargados de regalos para la pequeña. Fue una fiesta preciosa donde los bufones, los saltimbanquis, músicos y actores hicieron las delicias de todos los súbditos, ya que estos también habían sido invitados. Todos reían, comían y brindaban. Todos menos una persona, su tía Úrsula. Está golpeo el cristal de su copa con una cucharilla y todos los presentes hicieron silencio para escucharla.

-Querido hermano, mi rey. Os felicito a ti y a tu esposa por el nacimiento de vuestra hija. Espero que tenga una vida plagada de buenas venturas. Unas bienaventuranzas que podrá disfrutar bajo el gobierno de mi hijo cuando ocupe tu corona. –Los murmullos corrieron por toda la sala, unos la tachaban de loca, otros comprendieron que sus palabras, aunque crueles, estaban cargadas de una terrible verdad. –A no ser claro, que tengáis un hijo varón al que nombrar vuestro heredero.

-Úrsula, adorada hermana. Ya me imaginaba que tales deseos saldrían por tu boca. Sé que le deseas una vida plena a mi hija, -Ella asistió con la cabeza con una mueca de ironía en su boca. –así como seguro sabes que le deseo yo a tu hijo, joven de maravillosa mente como todo el mundo sabe, -Alguna risas comenzaron a sonar y Úrsula miró a todo el mundo con desprecio. –bajo el gobierno de mi hija Abril cuando sea nombrada reina de todo cuanto alcanza tu vista a ver e incluso más allá del horizonte.

-¡¡¡ESO ES IMPOSIBLE!!! –Gritó esta. –Nuestras leyes son claras al respecto. Solo un varón puede ser nombrado sucesor al trono. En caso de que el rey no tuviera un hijo varón, la corona le correspondería al siguiente varón en la línea de sucesión, en este caso, mí hijo Rodolfo.

-Bueno, todos los aquí presentes saben que las palabras avariciosas de mi hermana son ciertas como que Dios nos contempla desde el más alto trono, o que el sol nos calienta hoy, nos calentó ayer, y nos calentara mañana. Pero….

-Hay un pero. –Comentó  el humilde encargado de las caballerizas.

-Ya sabía que el rey no dejaría que esa arpía se saliera con la suya. –Respondió la mujer de este mientras mecía a su hijo dormido entre sus brazos.

-¿Pero qué puede hacer? –Se preguntó el panadero

-No lo sé. –Le respondió el herrero.

-Amigos míos, un momento de silencio. –Los presentes callaron al instante. –No quería dar esta sorpresa hasta el final, pero a la vista de los acontecimientos. –Cogió a su hija en brazos mientras en su mano derecha sostenía un pergamino enrollado. –Abril, hija mía. Ya mientras estabas en el vientre de tu madre comencé a prepararte este regalo aún sin saber si serias niño o niña. Te entrego el título de princesa del reino de Asturica en base a esta nueva ley aprobada por unanimidad en la corte de nobles, en la cual queda dicho que desde el día de hoy, heredará la corona real el primer hijo de los reyes, sea cual sea el sexo de este.

Todos los presentes rompieron a aplaudir con todas sus fuerzas. Todos menos una persona, su tía Úrsula, la cual continuaba de pie, mirando con odio a aquel inocente bebe. Airada tomo de nuevo la palabra mientras señalaba a su hermano con su huesudo dedo.

-Vosotros seáis malditos. Juro que cuando tu fin este cerca, tu hija se convertirá en una estatua de sal para adornar la sala del trono donde reinara mi hijo. Os maldigo sin más descendencia y a morir bajo el gobierno de mi pequeño Rodolfo viendo a vuestra hija convertida en estatua de sal.

Tras esto desapareció tras una columna de humo negro que hizo toser a los que la rodeaban. Un humo del mismo color que el ánimo de todos al escuchar aquella maldición.



Pero los años pasaron y ya nadie se acordaba de la promesa de Úrsula. Esta no volvió a aparecer nunca más por el reino y todos les daban por muertos a ella y a su hijo.

 La princesa Abril creció feliz. Se convirtió en una preciosa joven de coletas rubias y ojos azules, como el cielo nada mas despuntar el alba. Pasaba los días jugando con el hijo del encargado de las caballerizas. Primero juegos inocentes, después ardientes. El joven estaba enamorado de ella, pero él sabía que nada podía hacer ya que la princesa Abril siempre le decía que algún día aparecería por allí su príncipe azul, montado sobre un albo corcel para pedir su mano. Un príncipe que espada en mano acabaría con los enemigos del reino y los vándalos y que tras convertirse en su esposo, reinaría junto a ella trayendo a su pueblo la mejor época de paz y prosperidad que se haya recordado nunca.

-¿Y qué haré yo entonces? ¿Cuál será mi lugar?

-Tú, Alberto, siempre serás mi mejor amigo y tendrás un lugar muy importante en mi vida y en mi corazón.

Siempre la misma repuesta, el mismo jarrón de agua fría mientras la bella muchacha bailaba con su invisible príncipe azul la música que ella misma se tarareaba.

Pero los años pasaban y su príncipe azul no aparecía. Su feliz vida era perfecta, pero como todo en la vida, no dura para siempre. La mañana de su vigésimo cumpleaños, su madre la despertó angustiada.

-Abril, tu padre…

-¿Qué le pasa madre? ¿Qué le ocurre?

-Tu padre, ¡se muere!

Se levantó llorando, y fue corriendo a los aposentos de su padre. Se recostó a su lado con cuidado y comenzó a besarle por toda la cara.

-Abril… -Su voz era como un susurro. –No te preocupes, el médico me ha dicho que aún me quedan unos meses. Que unas veces estaré bien y otras me encontraré peor, pero que aún te queda rey para rato.

-Padre…

-No obstante. –Su voz se quebró y comenzó a toser con violencia. –Para esta misma tarde tengo preparada una fiesta a la que acudirán todos los príncipes y nobles de los reinos cercanos para que elijas con quien quieres casarte.

-Pero padre, yo solo quiero casarme por amor.

-Estoy seguro que entre todos aquellos jóvenes encontraras al amor de tu vida. Al amor verdadero. Una vez lo elijas os casareis y yo abdicaré a tu favor. Serás nombrada reina y estoy seguro que lo harás bien pese a tu juventud. –Otra vez volvió a toser. –Serás la primera y mejor reina que jamás existirá, lo sé.

El baile fue majestuoso, muy alegre para todos, para todos menos para una persona. La princesa Abril aceptó el deseo de su padre, pero deseaba casarse con el hombre que lograse enamorarla. Y según lo que había visto hasta entonces ninguno de aquellos era ese príncipe azul montado sobre un albo corcel. Un príncipe que espada en mano acabaría con los enemigos del reino y los vándalos y que tras convertirse en su esposo, reinaría junto a ella trayendo a su pueblo la mejor época de paz y prosperidad que se haya recordado nunca. Pero lo que aún le entristecía aún mas era su padre. El pobre anciano estaba sentado, marchito, sobre un trono que le parecía diez veces más grande de lo que lo había visto hasta entonces.

A través de los ventanales vio a Alberto dando de comer a los caballos. Era una lástima que su sangre no fuese azul. Ella estaba segura que él desconocía que ese príncipe azul de sus sueños tenía su rostro.

-El Conde de Bandarralia –Anunció el chambelán. –y su madre doña Elvira.

Otro pretendiente más, que pereza. Este era el más apuesto de todos los que le habían presentado hasta entonces, pero no era ese hombre soñado. Su sonrisa era esplendida y su mirada un poco distante, como si para él tampoco fuese plato de buen gusto estos matrimonios de semiconveniencia. La princesa le devolvió la sonrisa y se levantó para aceptar el baile que este le propuso. El rey les miraba complacidos, pensaba que por fin su hija se había decidido. Ese debía ser el futuro rey de sus tierras, estaba seguro. Ambos bailaban con gracia, con soltura como si nadasen entre las notas musicales. Los presentes les rodearon para hacerles espacio mientras bailaban. Algunos cuchicheaban, otros ponían en tela de juicio la elección y unos pocos parecían encantados, entre estos últimos los reyes y la madre del Conde de Bandarralia.

Cuando la música cesó, la princesa volvió a sentarse a la vera de su padre.

-¿Hija mía ya te has decidido? ¿Has elegido un marido?

-No padre.

La sala se tornó en un océano de murmullos.

-Silencio por favor. –Trató de gritar el rey, pero su voz a duras penas logró salir de su garganta. -¡Abril! ¿No es de tu agrado ninguno de tus pretendientes?

-Querido padre, mi rey. Madre. –Se puso en pie para que todo el mundo la escuchara. –Damas y caballeros aquí reunidos. Cierto es que uno de los pretendientes ha sido de mi agrado, es apuesto, buen mozo, sabe bailar y sus ojos me trasmiten algo que me ha calado. –Todas las miradas se dirigieron al Conde. –Pero no puedo casarme con un hombre al que no amo. ¡Lo lamento!

Volvió a sentarse y dejó que los presentes charlasen entre ellos y asimilasen sus palabras. Pero sin embargo una persona alzó la voz por encima de los demás y le dedico unas palabras.

-Princesa Abril, mi querida niña. –La madre del Conde avanzó hacia ella sosteniendo entre sus manos un ramo de flores. –Son sabias tus palabras a pesar de tu juventud. Respeto tu decisión y estoy convencida que con el paso del tiempo mi hijo, el conde de Bandarralia, sabrá cautivar tu corazón. Por tanto espero que aceptes este presente. –Le entregó el ramo a su hijo y le hizo una señal para que se lo ofreciera a la princesa. –Que aceptes estas flores, puras y bellas como el amor que sé, surgirá entre vosotros dos.

El apuesto joven colocó el ramo sobre el regazo de la princesita y esta las cogió y se las llevó a la nariz para admirar su aroma.

-Muchas graci…. –Notó su cabeza como si girase, primero más lentamente para seguir cada vez más rápido. -…as.

-¿Hija mía que te pasa?

La muchacha se puso en pie, sus ojos azules, como el cielo nada mas despuntar el alba, se cerraron, su cabello de coletitas rubias se torno grisáceo. Todo su cuerpo fue endureciéndose, entumeciéndose, dejando escapar la vida que albergaba, hasta que la princesa Abril acabó convertida en una estatua de sal. Su gesto era de dolor, su boca abierta y sus manos estiradas con las manos abiertas como si tratasen de atrapar algo en el aire.

-Las flores están envenenadas. –Exclamó el príncipe del reino vecino. –Tratan de matar a la princesa.

En el centro del salón se elevó una columna de humo negro donde estaban el Conde y su madre. Cuando esta se disipó, en su lugar aparecieron Úrsula y su hijo.

-¡Guardias! Apresadla. –Ordenó el rey.

-Ya os dije mi rey que esto ocurriría. Ahora vuestro trono le pertenece a mi hijo.

Tras decir estas palabras, ambos desaparecieron. La guardia real salió en su búsqueda y unos pocos soldados invitaron a los presentes a abandonar el castillo.

El rey, incrédulo ante lo ocurrido, miraba a su hija. La reina lloraba incapaz de mover un solo musculo.



Pasaron varios meses, la salud del rey era cada vez más delicada. La reina parecía cada día más anciana y la princesa continuaba convertida en estatua de sal. Habían prohibido que nadie la tocase, no fuese que la sal se dependiese y acabase formando un montículo en el suelo. El reino se volvió triste, el sol parecía haberse marchito junto a los cabellos de Abril y la felicidad haberse cerrado al tiempo que lo hicieron los ojos de la princesita. Cada día, el hijo del encargado de las caballerizas se acercaba a visitarla y se sentaba en el suelo, frente a ella. Pasaba largas horas hablándole como si Abril pudiese escucharle. Le contaba como había sido su día y llorando le preguntaba qué podía hacer para ayudarla. Pero nunca obtuvo respuesta.

Una mañana gris, como todas últimas que recordaban los habitantes de aquel reino, el rey notó que aquel era su fin. Pero no cesaba en la ilusión de poder volver a ver a su hija y despedirse de ella.

-Úrsulaaa, Úrsulaaa –Gimoteaba. –Has ganado.

Su altiva hermana apareció ante él. La reina trató de sujetar a su marido para que no cayese, pero fue en vano.

-Hola mi rey. ¿Me has llamado?

La guardia real hizo ademan de abalanzarse contra ella, pero se quedaron quietos al ver el gesto de su rey negando, mientras luchaba por ponerse de nuevo en pie.

-Has ganado. Mi reino hoy será de tu hijo. Pero por favor, antes devuélvele la vida a mi hija.

-Te has vuelto loco. Si hago eso ella reclamará su trono y mi hijo volverá a quedarse sin nada.

-Te prometo… te prometo que si lo haces abdicaré a favor de Rodolfo.

-Acepto, pero antes has de ponerte de rodillas ante tu nuevo rey. –Rodolfo apareció con su misma mirada perdida al lado de su madre. -Todos los que aquí estáis debéis postraros ante Rodolfo I, rey de Astúrica.

Todos obedecieron, todos menos una persona. Aquel joven que había pasado inadvertido para todos. Aquel joven que miraba aquella grisácea estatua de sal viendo en ella a aquella preciosa joven de coletas rubias y ojos azules, como el cielo nada mas despuntar el alba. Este se levantó, con paso firme se dirigió hasta los reyes y les dijo que no debían hacerlo.

-Tú, insolente. Arrodíllate ante mi hijo, tu rey.

-¡Jamás! –Se giró hacia Úrsula. –Este reino le pertenece a Abril. Debes devolverla a la vida y desaparecer para siempre.

Úrsula rio con ganas. Tanto, que no vio como aquel humilde hijo del encargado de las caballerizas, desenvaino la espada del rey y se abalanzó hacia ella.

Una mueca de dolor se dibujó en su rostro cuando el filo la atravesó de parte a parte, y cayó muerta.

-¡NOOOOOOOO! –Gritaron los reyes al ver que la única oportunidad de volver a ver con vida a su hija se esfumaba. -¿Qué has hecho desgraciado?

Alberto dejó caer la espada y se abrazó a la estatua. La cubrió de besos esperando que volviese a la vida como en los cuentos que su padre le contaba de pequeño. Pero nada ocurrió. La guardia real dudaba si detenerlo o no, los reyes no dieron ninguna orden al respecto y permanecían de rodillas, llorando desconsoladamente.

-Lo siento Abril. –Volvió a besarla mientras una primera lágrima descendía por su mejilla para caer sobre el hombro de la princesa. –Lo siento mucho.

Se apartó, y con el ánimo por los pies se encaminó a la salida. Pero nunca llegó a alcanzarla. Una luz, similar a la del sol, lo baño todo. Cuando esta se apagó, allí se encontraba de nuevo la princesa Abril, la muchacha de coletas rubias y ojos azules, como el cielo nada mas despuntar el alba.



Pasaron los meses y el rey murió, pero no sin antes hacer una ley por la cual la princesa podría casarse con quien ella quisiera. Y no sin antes, asistir a la boda entre Abril y Alberto, los nuevos reyes de Astúrica.

-Alberto, tu eres y has sido siempre mi príncipe azul. Tu eres ese con el que yo soñaba que algún día vendría sobre su albo corcel para pedir mi mano y que, espada en mano acabarías con los enemigos del reino y los vándalos y que tras convertirte en mi esposo, reinarías junto a mí, trayendo a nuestro pueblo la mejor época de paz y prosperidad que se haya recordado nunca.

Vivieron por siempre felices y comieron perdices. Y colorín, colorado, este cuento, se ha acabado.





Daniela dormía plácidamente bajo el susurro de la voz de su madre y sus caricias.

-Duerme mi vida, duerme mi niña de coletitas rubias y ojos azules, como el cielo nada mas despuntar el alba, y sueña con ese día en que llegará tu príncipe azul para comer perdices contigo en ese reino muy, muy lejano, en el que ocurrió esta historia hace mucho, mucho tiempo.



A la noche siguiente, a la hora de irse a dormir, la niña volvió a decir, como cada noche, aquellas palabras mágicas.

-Cuéntame un cuento mama. Uno de esos que el abuelo te contaba a ti cuando eras pequeña.

-Vale mi vida. –Le tapó con la manta y tras encender la lámpara de la mesita, apagó la luz del techo. -¿Cuál quieres que te cuente?

-El de la estatua de sal.

-Está bien.

Dafne arrimó una silla junto a la cama de la pequeña Daniela y comenzó a acariciarle la carita. La pequeña cerró sus pequeños ojitos azules y se dejó guiar por un maravilloso mundo de cuento y fantasía a través de la voz de su madre.





La estatua de sal

En un lugar muy, muy lejano, tanto que nadie logró viajar hasta allí. Hace mucho, mucho tiempo…


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