-Cuéntame un cuento, mamá. Uno de esos que que el abuelo te contaba a ti cuando eras pequeña.
-Vale mi vida. –Le tapó con la manta y tras encender la lámpara de la mesita, apagó la luz del techo. -¿Cuál quieres que te cuente?
-Vale mi vida. –Le tapó con la manta y tras encender la lámpara de la mesita, apagó la luz del techo. -¿Cuál quieres que te cuente?
-El de la estatua de sal.
-Está bien.
Dafne
arrimó una silla junto a la cama de la pequeña Daniela y comenzó a acariciarle
la carita. La pequeña cerró sus pequeños ojitos azules y se dejó guiar por un
maravilloso mundo de cuento y fantasía a través de la voz de su madre.
La estatua de sal
En
un lugar muy, muy lejano, tanto que nadie logró viajar hasta allí. Hace mucho,
mucho tiempo, vivían dos reyes bondadosos que tras años de oraciones, por fin
fueron bendecidos con el nacimiento de una hija. Le pusieron por nombre Abril,
como el mes en que nació.
Todo
el reino celebró con júbilo el nacimiento de la princesita Abril. Todo el mundo
menos una persona, su tía Úrsula, la hermana de su padre. Esta ambicionaba el
trono para su hijo, un chiquillo bueno y simpático, pero que había sido maldito
con una inteligencia similar a la de un mosquito.
El
día del bautizo de la princesa, todos los reyes, reinas, príncipes y princesas
de reinos cercanos, acudieron al evento cargados de regalos para la pequeña.
Fue una fiesta preciosa donde los bufones, los saltimbanquis, músicos y actores
hicieron las delicias de todos los súbditos, ya que estos también habían sido
invitados. Todos reían, comían y brindaban. Todos menos una persona, su tía
Úrsula. Está golpeo el cristal de su copa con una cucharilla y todos los
presentes hicieron silencio para escucharla.
-Querido hermano, mi rey. Os
felicito a ti y a tu esposa por el nacimiento de vuestra hija. Espero que tenga
una vida plagada de buenas venturas. Unas bienaventuranzas que podrá disfrutar
bajo el gobierno de mi hijo cuando ocupe tu corona.
–Los murmullos corrieron por toda la sala, unos la tachaban de loca, otros
comprendieron que sus palabras, aunque crueles, estaban cargadas de una
terrible verdad. –A no ser claro, que
tengáis un hijo varón al que nombrar vuestro heredero.
-Úrsula, adorada hermana. Ya me
imaginaba que tales deseos saldrían por tu boca. Sé que le deseas una vida
plena a mi hija, -Ella asistió con la cabeza con una
mueca de ironía en su boca. –así como
seguro sabes que le deseo yo a tu hijo, joven de maravillosa mente como todo el
mundo sabe, -Alguna risas comenzaron a sonar y Úrsula miró a todo el mundo
con desprecio. –bajo el gobierno de mi
hija Abril cuando sea nombrada reina de todo cuanto alcanza tu vista a ver e
incluso más allá del horizonte.
-¡¡¡ESO ES IMPOSIBLE!!! –Gritó
esta. –Nuestras leyes son claras al
respecto. Solo un varón puede ser nombrado sucesor al trono. En caso de que el
rey no tuviera un hijo varón, la corona le correspondería al siguiente varón en
la línea de sucesión, en este caso, mí hijo Rodolfo.
-Bueno, todos los aquí presentes
saben que las palabras avariciosas de mi hermana son ciertas como que Dios nos
contempla desde el más alto trono, o que el sol nos calienta hoy, nos calentó
ayer, y nos calentara mañana. Pero….
-Hay un pero. –Comentó el humilde encargado de las caballerizas.
-Ya sabía que el rey no dejaría que
esa arpía se saliera con la suya. –Respondió la mujer de
este mientras mecía a su hijo dormido entre sus brazos.
-¿Pero qué puede hacer?
–Se preguntó el panadero
-No lo sé. –Le
respondió el herrero.
-Amigos míos, un momento de silencio.
–Los presentes callaron al instante. –No
quería dar esta sorpresa hasta el final, pero a la vista de los
acontecimientos. –Cogió a su hija en brazos mientras en su mano derecha
sostenía un pergamino enrollado. –Abril,
hija mía. Ya mientras estabas en el vientre de tu madre comencé a prepararte
este regalo aún sin saber si serias niño o niña. Te entrego el título de
princesa del reino de Asturica en base a esta nueva ley aprobada por unanimidad
en la corte de nobles, en la cual queda dicho que desde el día de hoy, heredará
la corona real el primer hijo de los reyes, sea cual sea el sexo de este.
Todos
los presentes rompieron a aplaudir con todas sus fuerzas. Todos menos una
persona, su tía Úrsula, la cual continuaba de pie, mirando con odio a aquel
inocente bebe. Airada tomo de nuevo la palabra mientras señalaba a su hermano
con su huesudo dedo.
-Vosotros seáis malditos. Juro que
cuando tu fin este cerca, tu hija se convertirá en una estatua de sal para
adornar la sala del trono donde reinara mi hijo. Os maldigo sin más descendencia
y a morir bajo el gobierno de mi pequeño Rodolfo viendo a vuestra hija
convertida en estatua de sal.
Tras
esto desapareció tras una columna de humo negro que hizo toser a los que la
rodeaban. Un humo del mismo color que el ánimo de todos al escuchar aquella
maldición.
Pero
los años pasaron y ya nadie se acordaba de la promesa de Úrsula. Esta no volvió
a aparecer nunca más por el reino y todos les daban por muertos a ella y a su
hijo.
La princesa Abril creció feliz. Se convirtió en una
preciosa joven de coletas rubias y ojos azules, como el cielo nada mas
despuntar el alba. Pasaba los días jugando con el hijo del encargado de las
caballerizas. Primero juegos inocentes, después ardientes. El joven estaba
enamorado de ella, pero él sabía que nada podía hacer ya que la princesa Abril
siempre le decía que algún día aparecería por allí su príncipe azul, montado
sobre un albo corcel para pedir su mano. Un príncipe que espada en mano
acabaría con los enemigos del reino y los vándalos y que tras convertirse en su
esposo, reinaría junto a ella trayendo a su pueblo la mejor época de paz y
prosperidad que se haya recordado nunca.
-¿Y qué haré yo entonces? ¿Cuál será mi lugar?
-Tú, Alberto, siempre serás mi mejor amigo y tendrás
un lugar muy importante en mi vida y en mi corazón.
Siempre la misma
repuesta, el mismo jarrón de agua fría mientras la bella muchacha bailaba con
su invisible príncipe azul la música que ella misma se tarareaba.
Pero los años pasaban y
su príncipe azul no aparecía. Su feliz vida era perfecta, pero como todo en la
vida, no dura para siempre. La mañana de su vigésimo cumpleaños, su madre la
despertó angustiada.
-Abril, tu padre…
-¿Qué le pasa madre? ¿Qué le ocurre?
-Tu padre, ¡se muere!
Se levantó llorando, y
fue corriendo a los aposentos de su padre. Se recostó a su lado con cuidado y
comenzó a besarle por toda la cara.
-Abril… -Su voz era como un susurro. –No te preocupes,
el médico me ha dicho que aún me quedan unos meses. Que unas veces estaré bien
y otras me encontraré peor, pero que aún te queda rey para rato.
-Padre…
-No obstante. –Su voz se quebró y comenzó a toser con
violencia. –Para esta misma tarde tengo preparada una fiesta a la que
acudirán todos los príncipes y nobles de los reinos cercanos para que elijas
con quien quieres casarte.
-Pero padre, yo solo quiero casarme por amor.
-Estoy seguro que entre todos aquellos jóvenes
encontraras al amor de tu vida. Al amor verdadero. Una vez lo elijas os
casareis y yo abdicaré a tu favor. Serás nombrada reina y estoy seguro que lo
harás bien pese a tu juventud. –Otra vez volvió a toser. –Serás la primera
y mejor reina que jamás existirá, lo sé.
El baile fue majestuoso,
muy alegre para todos, para todos menos para una persona. La princesa Abril
aceptó el deseo de su padre, pero deseaba casarse con el hombre que lograse
enamorarla. Y según lo que había visto hasta entonces ninguno de aquellos era
ese príncipe azul montado sobre un albo corcel. Un príncipe que espada en mano
acabaría con los enemigos del reino y los vándalos y que tras convertirse en su
esposo, reinaría junto a ella trayendo a su pueblo la mejor época de paz y
prosperidad que se haya recordado nunca. Pero lo que aún le entristecía aún mas
era su padre. El pobre anciano estaba sentado, marchito, sobre un trono que le
parecía diez veces más grande de lo que lo había visto hasta entonces.
A través de los
ventanales vio a Alberto dando de comer a los caballos. Era una lástima que su
sangre no fuese azul. Ella estaba segura que él desconocía que ese príncipe
azul de sus sueños tenía su rostro.
-El Conde de Bandarralia –Anunció el chambelán. –y
su madre doña Elvira.
Otro pretendiente más,
que pereza. Este era el más apuesto de todos los que le habían presentado hasta
entonces, pero no era ese hombre soñado. Su sonrisa era esplendida y su mirada
un poco distante, como si para él tampoco fuese plato de buen gusto estos
matrimonios de semiconveniencia. La princesa le devolvió la sonrisa y se
levantó para aceptar el baile que este le propuso. El rey les miraba
complacidos, pensaba que por fin su hija se había decidido. Ese debía ser el
futuro rey de sus tierras, estaba seguro. Ambos bailaban con gracia, con
soltura como si nadasen entre las notas musicales. Los presentes les rodearon
para hacerles espacio mientras bailaban. Algunos cuchicheaban, otros ponían en tela
de juicio la elección y unos pocos parecían encantados, entre estos últimos los
reyes y la madre del Conde de Bandarralia.
Cuando la música cesó, la
princesa volvió a sentarse a la vera de su padre.
-¿Hija mía ya te has decidido? ¿Has elegido un
marido?
-No padre.
La sala se tornó en un
océano de murmullos.
-Silencio por favor. –Trató de gritar el rey,
pero su voz a duras penas logró salir de su garganta. -¡Abril! ¿No es de tu
agrado ninguno de tus pretendientes?
-Querido padre, mi rey. Madre. –Se puso en pie para
que todo el mundo la escuchara. –Damas y caballeros aquí reunidos. Cierto es
que uno de los pretendientes ha sido de mi agrado, es apuesto, buen mozo, sabe
bailar y sus ojos me trasmiten algo que me ha calado. –Todas las miradas se
dirigieron al Conde. –Pero no puedo casarme con un hombre al que no amo. ¡Lo
lamento!
Volvió a sentarse y dejó
que los presentes charlasen entre ellos y asimilasen sus palabras. Pero sin
embargo una persona alzó la voz por encima de los demás y le dedico unas
palabras.
-Princesa Abril, mi querida niña. –La madre del Conde
avanzó hacia ella sosteniendo entre sus manos un ramo de flores. –Son sabias
tus palabras a pesar de tu juventud. Respeto tu decisión y estoy convencida que
con el paso del tiempo mi hijo, el conde de Bandarralia, sabrá cautivar tu
corazón. Por tanto espero que aceptes este presente. –Le entregó el ramo a
su hijo y le hizo una señal para que se lo ofreciera a la princesa. –Que
aceptes estas flores, puras y bellas como el amor que sé, surgirá entre
vosotros dos.
El apuesto joven colocó
el ramo sobre el regazo de la princesita y esta las cogió y se las llevó a la
nariz para admirar su aroma.
-Muchas graci…. –Notó su cabeza como si girase, primero más
lentamente para seguir cada vez más rápido. -…as.
-¿Hija mía que te pasa?
La muchacha se puso en
pie, sus ojos azules, como el cielo nada mas despuntar el alba, se cerraron, su
cabello de coletitas rubias se torno grisáceo. Todo su cuerpo fue
endureciéndose, entumeciéndose, dejando escapar la vida que albergaba, hasta
que la princesa Abril acabó convertida en una estatua de sal. Su gesto era de
dolor, su boca abierta y sus manos estiradas con las manos abiertas como si
tratasen de atrapar algo en el aire.
-Las flores están envenenadas. –Exclamó el príncipe del
reino vecino. –Tratan de matar a la princesa.
En el centro del salón se
elevó una columna de humo negro donde estaban el Conde y su madre. Cuando esta
se disipó, en su lugar aparecieron Úrsula y su hijo.
-¡Guardias! Apresadla. –Ordenó el rey.
-Ya os dije mi rey que esto ocurriría. Ahora vuestro
trono le pertenece a mi hijo.
Tras decir estas
palabras, ambos desaparecieron. La guardia real salió en su búsqueda y unos
pocos soldados invitaron a los presentes a abandonar el castillo.
El rey, incrédulo ante lo
ocurrido, miraba a su hija. La reina lloraba incapaz de mover un solo musculo.
Pasaron varios meses, la
salud del rey era cada vez más delicada. La reina parecía cada día más anciana
y la princesa continuaba convertida en estatua de sal. Habían prohibido que
nadie la tocase, no fuese que la sal se dependiese y acabase formando un
montículo en el suelo. El reino se volvió triste, el sol parecía haberse
marchito junto a los cabellos de Abril y la felicidad haberse cerrado al tiempo
que lo hicieron los ojos de la princesita. Cada día, el hijo del encargado de
las caballerizas se acercaba a visitarla y se sentaba en el suelo, frente a
ella. Pasaba largas horas hablándole como si Abril pudiese escucharle. Le
contaba como había sido su día y llorando le preguntaba qué podía hacer para
ayudarla. Pero nunca obtuvo respuesta.
Una mañana gris, como
todas últimas que recordaban los habitantes de aquel reino, el rey notó que
aquel era su fin. Pero no cesaba en la ilusión de poder volver a ver a su hija
y despedirse de ella.
-Úrsulaaa, Úrsulaaa –Gimoteaba. –Has
ganado.
Su altiva hermana
apareció ante él. La reina trató de sujetar a su marido para que no cayese,
pero fue en vano.
-Hola mi rey. ¿Me has llamado?
La guardia real hizo
ademan de abalanzarse contra ella, pero se quedaron quietos al ver el gesto de
su rey negando, mientras luchaba por ponerse de nuevo en pie.
-Has ganado. Mi reino hoy será de tu hijo. Pero por
favor, antes devuélvele la vida a mi hija.
-Te has vuelto loco. Si hago eso ella reclamará su
trono y mi hijo volverá a quedarse sin nada.
-Te prometo… te prometo que si lo haces abdicaré a
favor de Rodolfo.
-Acepto, pero antes has de ponerte de rodillas ante
tu nuevo rey. –Rodolfo apareció con su misma mirada perdida al lado de su madre. -Todos
los que aquí estáis debéis postraros ante Rodolfo I, rey de Astúrica.
Todos obedecieron, todos
menos una persona. Aquel joven que había pasado inadvertido para todos. Aquel
joven que miraba aquella grisácea estatua de sal viendo en ella a aquella preciosa
joven de coletas rubias y ojos azules, como el cielo nada mas despuntar el
alba. Este se levantó, con paso firme se dirigió hasta los reyes y les dijo que
no debían hacerlo.
-Tú, insolente. Arrodíllate ante mi hijo, tu rey.
-¡Jamás! –Se giró hacia Úrsula. –Este reino le
pertenece a Abril. Debes devolverla a la vida y desaparecer para siempre.
Úrsula rio con ganas.
Tanto, que no vio como aquel humilde hijo del encargado de las caballerizas,
desenvaino la espada del rey y se abalanzó hacia ella.
Una mueca de dolor se
dibujó en su rostro cuando el filo la atravesó de parte a parte, y cayó muerta.
-¡NOOOOOOOO! –Gritaron los reyes al ver que la única
oportunidad de volver a ver con vida a su hija se esfumaba. -¿Qué has hecho
desgraciado?
Alberto dejó caer la
espada y se abrazó a la estatua. La cubrió de besos esperando que volviese a la
vida como en los cuentos que su padre le contaba de pequeño. Pero nada ocurrió.
La guardia real dudaba si detenerlo o no, los reyes no dieron ninguna orden al
respecto y permanecían de rodillas, llorando desconsoladamente.
-Lo siento Abril. –Volvió a besarla mientras una primera
lágrima descendía por su mejilla para caer sobre el hombro de la princesa. –Lo
siento mucho.
Se apartó, y con el ánimo
por los pies se encaminó a la salida. Pero nunca llegó a alcanzarla. Una luz,
similar a la del sol, lo baño todo. Cuando esta se apagó, allí se encontraba de
nuevo la princesa Abril, la muchacha de coletas rubias y ojos azules, como el
cielo nada mas despuntar el alba.
Pasaron los meses y el
rey murió, pero no sin antes hacer una ley por la cual la princesa podría
casarse con quien ella quisiera. Y no sin antes, asistir a la boda entre Abril
y Alberto, los nuevos reyes de Astúrica.
-Alberto, tu eres y has sido siempre mi príncipe
azul. Tu eres ese con el que yo soñaba que algún día vendría sobre su albo
corcel para pedir mi mano y que, espada en mano acabarías con los enemigos del
reino y los vándalos y que tras convertirte en mi esposo, reinarías junto a mí,
trayendo a nuestro pueblo la mejor época de paz y prosperidad que se haya
recordado nunca.
Vivieron por siempre
felices y comieron perdices. Y colorín, colorado, este cuento, se ha acabado.
Daniela dormía
plácidamente bajo el susurro de la voz de su madre y sus caricias.
-Duerme mi vida, duerme mi niña de coletitas rubias
y ojos azules, como el cielo nada mas despuntar el alba, y sueña con ese día en
que llegará tu príncipe azul para comer perdices contigo en ese reino muy, muy
lejano, en el que ocurrió esta historia hace mucho, mucho tiempo.
A la noche siguiente, a
la hora de irse a dormir, la niña volvió a decir, como cada noche, aquellas
palabras mágicas.
-Cuéntame un cuento mama. Uno de
esos que el abuelo te contaba a ti cuando eras pequeña.
-Vale mi vida.
–Le tapó con la manta y tras encender la lámpara de la mesita, apagó la luz del
techo. -¿Cuál quieres que te cuente?
-El de la estatua de sal.
-Está bien.
Dafne
arrimó una silla junto a la cama de la pequeña Daniela y comenzó a acariciarle
la carita. La pequeña cerró sus pequeños ojitos azules y se dejó guiar por un
maravilloso mundo de cuento y fantasía a través de la voz de su madre.
La estatua de sal
En
un lugar muy, muy lejano, tanto que nadie logró viajar hasta allí. Hace mucho,
mucho tiempo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario