En
el mundo real los superhéroes no visten licras que marquen todos sus músculos,
ni visten capas ni tienen superpoderes. En el mundo real los superhéroes son
personas como tu y como yo, personas que quizás alguna vez soñaron con la fama y
el reconocimiento por sus acciones, pero que al final, cuando esta les llega
descubren que no es todo tan maravilloso como en los comics o las películas.
Son personas que no disponen de un alter ego que les permita pasar
desapercibidos por el mundo, que tienen que pagar hipotecas como los demás, que
no poseen guaridas supersecretas y que enferman y tienen los mismos problemas y
las mismas debilidades que los demás.
Esta
es la historia de uno de esos héroes, uno sin capa, cuyo traje es de color
verde y cuyos poderes no residen en su fuerza o en nada paranormal, sino en el
valor de hacer lo que hay que hacer en cada momento, aunque luego sus actos
heroicos le persigan y le atormenten el resto de su vida. Un héroe cuyo
anonimato no le viene por una doble identidad secreta, sino por que la sociedad
al mes siguiente ya no se acuerda de lo ocurrido dado que alguna otra cosa
ocupa las primeras paginas de los periódicos.
Durante
los últimos diez años, siempre la misma historia. Cada ocho de septiembre
vuelve a revivir, una y otra vez, una y otra vez, aquel preciso instante de su
vida. Las mismas preguntas le pasan incansablemente por la cabeza, ¿podría
haber hecho alguna otra cosa para evitarlo? ¿fue necesario que todo acabase
así?
Sentado
frente a la mesa del salón, con un vaso de cristal vacio en el que
repiqueteaban unas piedras de hielo, miraba embobado el televisor. En este, los
únicos que le hacían compañía, unos musculitos intentaban vender todo tipo de
máquinas, ungüentos y pastillas que devoran grasas y fabrican abdominales sin
nada de ejercicio. Eran las cuatro de la madrugada y aun se mantenía en pie. No
entendía cómo era posible que con el estomago lleno, únicamente de whisky, aún
no se hubiese caído sin sentido sobre la tabla de la mesa. Seguramente era su
propia conciencia la que no le permitía caerse dormido o inconsciente y así
dejar de oírla. Esa era su eterna agonía de cada mismo día del año, no poder
descansar y tener que soportar el volver a revivir lo mismo escuchando las
palabras que el mismo se profería, resonando como un cruel eco dentro de su
cabeza.
El
humo de un nuevo cigarro le llenaba los pulmones y viciaba un poco más la
atmosfera. Cada calada era una sensación embriagadora que le sumía un poco más
en esa locura de recuerdos que no consigue borrar de su mente. Cada calada
provocaba enormes volutas grises entre los que veía esos ojos.
Unos
ojos verdes, jóvenes, con las pupilas dilatadas y la esclerótica llena de
diminutas venillas rojas, amenazantes.
-¡¡Niñato de mierda!! –Aquel chaval
gritaba como si estuviese poseído. –¿Me
has llamado niñato de mierda?
-Yo…
yo… yo no… -El anciano no acertaba a
juntar unas pocas palabras para formar una oración. –Yo… lo…
La
herida de su brazo por suerte no era muy profunda, quizá eran peores las que
tenían esos tres pobres que salieron en su ayuda.
-¡Viejo hijo de puta! Solo te pedí unos
pocos duros y tú vas, ¿¡y me insultas!?
La
escena era dantesca, una marabunta de personas se arremolinaban alrededor de
ellos y lo observaban todo sin los suficientes regaños para hacer algo. Claro
que, si tenemos en cuenta que los únicos tres que tuvieron el valor suficiente
para hacer algo, se encontraban tirados en el suelo, vivos, pero con una herida
que sangraba en abundancia, era comprensible que nadie osara mediar.
La
sirena del coche de la
Guardia Civil sonaba cada vez más cerca. Las fachadas de los
edificios cercanos se teñían de la luz azul de los rotativos.
Según
les habían dicho por las transmisiones, se trataba de un hombre joven que había
consumido cocaína. Había herido a varias personas con un arma blanca y
amenazaba con herir a quien se acercase.
-Te voy a matar puto viejo. A mí no me
insulta ni mi madre. Te voy a rajar de arriba abajo.
El
corro de gente se abría para dejarles paso a dos Guardias que acababan de bajar
del coche oficial. Mario iba acompañado por un novato asustado que no sabía ni
que hacer. Al menos era grandote, eso quizá asustaría a ese niñato.
-¡A ver chaval! Tira la navaja. –Mario trataba,
sin que pareciese como una amenaza, de que su voz sonara firme por encima de la
de los demás. -¡No hagas ninguna
tontería!
Fue
acercándose a este mientras le hablaba. Pero cuando se encontraba lo
suficientemente cerca se vio obligado a dar un paso atrás para evitar que la
navaja le abriera una herida en el pecho, sin embargo su camisa no tuvo la
misma suerte. Sacó su pistola y le apuntó, su compañero tardó un poco más en
reaccionar pero también sacó la suya.
-¡¡Picoleto, cabrón!! Tú no te metas o
te rajo a ti también.
–Le señalaba con la navaja manchada de sangre. –Largaos o me cargo al viejales.
-Venga chaval… ¿Cómo te llamas? Deja la
navaja, no empeores las cosas.
Mario
trataba de acercarse a él y de tranquilizarle. Bajó el arma e hizo amago de ir
a guardarla. Su compañero mientras tanto negaba con la cabeza y permanecía como
petrificado.
-¡¡¡No te acerques guindilla!!! –Le puso la
navaja al anciano en el cuello. –No te
acerques o me lo cargo. ¿Me has oído?
-Vale, vale está bien. De acuerdo, de
acuerdo. -Dio
unos pasos atrás. –Pero suéltale.
–Aquellos ojos verdes, jóvenes, completamente dilatados, le miraban amenazantes
y se le quedaron marcados en el cerebro. -¡Venga
déjale! Por favor.
De
un empujón apartó al pobre viejo y este cayó al suelo.
-Tú, estás muerto.
Aquel
crio, con los ojos encendidos de ira, se abalanzó sobre el hombre derribado,
blandiendo su navaja con el único objeto de atravesarle el corazón. Trató de
protegerse con la defensa, pero antes de lograr golpearle con ella se había
llevado un corte en el brazo haciendo que esta cayese al suelo. Este se reía
como si estuviese endemoniado, había logrado herir al Guardia, pero no le
bastaba, estaba seguro que a la siguiente lograría esparcir sus vísceras por la
plaza del pueblo. Se giró para ver si algún otro se atrevía a intentar
reducirle, por lo que al ver que todos los presentes se habían quedado como
estatuas de sal, miró al anciano y le hizo un gesto de que le cortaría el
cuello cuando acabase con el guardia herido. Se volvió de nuevo hacia Mario
volvió a abalanzarse contra él. El disparo resonó en la plaza del pueblo. Los
gritos de pavor y el murmullo de la gente se acallaron. Todos miraban a Mario,
un Guardia Civil que sostenía una pistola con el cañón humeante con su mano
izquierda mientras su brazo derecho seguía sangrando. A sus pies un crio tirado
en el suelo.
-¡¡¡Hijo de puta!!! Me has disparado. –Se sujetaba la
pierna por el muslo. La herida desprendía hedor a carne quemada y teñía de rojo
sus pantalones vaqueros. –Me voy a cargar
al carcamal, pero primero te voy a rajar a ti.
De
un salto se puso en pie, recogió la navaja del suelo y se encaró al Guardia.
-Estás muerto, los dos estáis muertos.
-Suelta la navaja y tírate al suelo. –Le ordenó.
-¡Vete a la mierda! –Dio un paso
hacia Mario, cojeando.
-No te acerques o disparo.
-Te voy a rajar picoleto. –Dio otro paso
sin dejar de reírse como un desquiciado.
-Ni un solo paso más, tírate al suelo o
disparo.
-Dio otro paso, y otro más, acercándose lentamente hacia Mario, creyéndose más
fuerte y pensando que él, con una navaja, podría acabar con dos hombres que
portan pistolas. –¡¡Al suelo o disparo!!
-¡¡Cierra la puta boca!! –Se lanzó sobre
él con la navaja amenazando con atravesarle de lado a lado.
Tenía
los ojos fuera de sus órbitas, se encontraba completamente fuera de sí y las
venas del cuello y las sienes amenazando con estallarle. En ese preciso
instante no sentía dolor, no sabía lo que era la piedad y lo único que pasaba
por su cabeza era la palabra venganza. Cayó
muerto, de espaldas contra el suelo, con un disparo en el pecho que sangraba profusamente. Acababa de salvar su propia vida, y quizá la
de ese pobre hombre. A cambio había matado a alguien, pero… Se acercó al cuerpo
y volvió a notar ese hedor a carne chamuscada. Buscó su documentación.
-Francisco Heredia Álvarez, nacido el 5
de marzo de 1981.
¡¡Joder!!
Acababa de matar a un niño. Solo era un crio de 17 años y acababa de matarlo.
Las manos comenzaron a temblarle y no pudo sostener la cartera del chaval la
cual cayó al suelo. Él acabó sentado sobre la acera, pálido, desencajado. Aparta
el pelo rubio de su cara y deja a la vista esos ojos verdes que le miran ya sin
vida. Las sirenas de otros coches patrullas comenzaron a resonar en aquella
plaza. Una lágrima comenzó a bajarle por el rostro.
El
repiqueteo de las lágrimas golpeando la madera de la mesa le saca de sus
recuerdos. Mira a su alrededor y se da cuenta de que aún se encuentra en el
salón en penumbras de su casa. Rocco, un enorme bulldog ingles de color blanco
con algunas manchas negras, viejo como el mismísimo mundo, había salido de la
habitación y se marchó al salón en busca de su amo. Este le mira con sus
ancianos ojos como si le entendiese y ladra una sola vez al aire tratando de
arrancarle una sonrisa. Rocco se acerca y se pone a dos patas en busca de una
caricia y alguna palabra amable.
-Hoy no Rocco. Hoy no.
Estira
la mano para coger la botella y llenar el vaso, entonces mira un instante
aquella cicatriz y luego fija su mirada en ese pequeño objeto reluciente.
Frente a sus ojos aquella medalla. Una condecoración otorgada por salvar su
propia vida y la de un anciano al que no debían de quedarle más de cinco años
de vida. Una medalla por acabar con un crio de 17 años. Una condecoración que
le arde de ira en el pecho cada vez que viste su uniforme de gala. Una medalla
que le arranca la vida como aquella bala se la arrancó a ese chaval. Fue una
época difícil, llena de pesadillas y noches en vela. Constantes visitas al
psicólogos y psiquiatras, toneladas de antidepresivos y valerianas. Una época
en la que además, tuvo que ser objeto de una investigación para determinar si
había actuado correctamente. Francisco Heredia resultó ser un chico que había
consumido cocaína, el mono comenzaba a aparecer y necesitaba unas pesetillas
para comprar, por lo menos, otro medio gramo. El día de Asturias es un día de
fiesta en la que los jóvenes beben y salen a celebrarlo. Pero todos con poco
dinero, lo justo para la entrada a la discoteca y quizá uno o dos cubatas.
Francisco había conseguido a punta de navaja quitarles 2000 pesetas a unos
pocos críos. Pero no era suficiente, así que salió fuera del bar a pedir un
poco de dinero a los transeúntes. Ninguno le dio nada, eso le cabreó muchísimo,
los reproches de un anciano que paseaba con su mujer, y el que le llamara “niñato de mierda”, fue la gota que colmó
el vaso. Las declaraciones de los testigos fueron determinantes para declararle
libre de toda culpa y concederle aquella maldita medalla. Todos los que estaban
allí le elevaron al estatus de héroe. Todos declararon a su favor, su
compañero, los testigos, sus superiores, la prensa y los juzgados. Los
periodistas le esperaban a las puertas de su casa, recibía ofertas de la
televisión y las revistas para que contase su historia. Seguramente ese estatus
heroico que la sociedad le había otorgado fue lo que le libró de que la
justicia y la Guardia
Civil acabasen dictaminando que podría haber hecho las cosas
de otra manera y que la muerte se podía haber evitado. Habría perdido su
trabajo, quién sabe si habría ingresado en prisión, pero al final todo acabó
“bien”, aplausos, besos, medalla y un chico menor de edad bajo tierra. Todos le
miraban con admiración, él sin embargo, cuando se miraba en un espejo, solo
veía en su reflejo a un asesino.
¡Sí!
De acuerdo, son gajes del oficio. Realmente había actuado como debía. Mario lo
entendía, la muerte del chico era el mal menor. Si no hubiese disparado, quizá
no hubiese habido un solo muerto. Quizá dos, o solo Dios sabe si alguno más.
Quizá, si aquel chico llega a conseguir matarle, la sangre hubiese llegado al
cerebro de su compañero y habría disparado para abatirle. O quizás si el fila
de aquella navaja se hubiese clavado en su pecho, Francisco abría salido de ese
estado de excitación, se hubiese dado cuenta de lo que había hecho. O quizás…
Pero
daba igual, era él el que había matado a un niño de 17 años. Era él, Mario
Seoane, un Guardia Civil, con 29 años por aquel entonces, que creyendo estar
preparado para cuando ocurriera algo así, llevaba diez largos años siendo
reconcomido por sus remordimientos.
Era
tarde, estaba completamente borracho y con el alma hecha jirones. Su mujer
quizá aún no se había dormido. Ella sabía que cada ocho de septiembre ocurría
lo mismo. Después de varios años, Alexandra había llegado a la conclusión de
que ese día era mejor no meterse en los asuntos de su marido. Cuando había
intentado ayudarle solo había logrado empeorar el caótico estado en el que se
hallaba aquellos precisos días. Ella le amaba como el primer día, cada ocho de
septiembre Mario moría un poco, ella al ver así a su marido, también. Dio un
último trago a la botella, apurando lo poco que quedaba, y decide irse a
dormir.
-Vamos Rocco, a la cama.
El
perro le obedeció y se dirigió a su habitación entre resuellos cansados. Fue a
la habitación de su hijo. Un precioso niño de seis años con los ojos verdes y
pelo rubio. Se acercó a su cama y tras besarle en la frente se despidió de él.
-Que tengas dulces sueños Francisco.
Tras
esto va a su cuarto, efectivamente, Alexandra le esperaba despierta. El perro,
sin embargo, roncaba y respiraba con dificultad sobre su pequeño lecho a los
pies del de sus amos. Al sentarse en la cama besa a su mujer en los labios.
Esta le seca las lagrimas con la manga del pijama le acaricia la marca que le
dejó el filo de la navaja en el antebrazo y le abraza como si temiese que la
muerte de aquel chaval fuese a llevarse el día menos pensado también a su
marido.
-Gracias por entenderme.
Le
mira a los ojos, tratando de ver a través de ellos que es lo que le pasa por la
cabeza, pero como cada año, no ve nada. Se gira para irse a dormir pero antes
vuelve a besarle y le dice:
-Que duermas bien mi amor.
Durante
los últimos diez años, siempre la misma historia. Cada ocho de septiembre, nada
mas despertarse, después de darse una ducha, se viste el mismo traje de todos
los años. El traje que vistió el día del entierro, unas ropas negras que tiñen
de negro sus recuerdos. Unos recuerdos en los que se repiten las mismas escenas
una y otra vez, el momento del disparo, viendo como este cae al suelo, los
llantos de todos los que asistieron al óbito y ese preciso instante en que la
lapida cierra aquel agujero excavado en la tierra donde aquel cuerpo sin vida
descansará eternamente hasta que sus seres queridos se reúnan con él. Después
de comprar un ramo de flores se dirige al cementerio.
Una
vez allí, sin mirar por dónde camina, se va acercando a esa lápida de mármol
blanco. Una lápida cuyo sonido seco al cerrarse se repite una y otra vez al
mismo tiempo que sus pasos. Francisco Heredia Álvarez 1981-1998 reza con letras
áureas. Frente a esta, Sixto Heredia y María Álvarez, de rodillas, vestidos
enteramente de negro, con abundantes lágrimas cayéndoles por las mejillas,
rezaban por el eterno descanso de su hijo.
De
pie les mira, nota ese nudo en la garganta por primera vez ese día. Tras
colocar el ramo sobre las letras de oro, se pone de rodillas ante ellos.
Primero besa a Sixto en la mejilla, nota sus lágrimas
en los labios, saladas y dolorosas. Después besó a María y la abrazó durante
una eternidad. Los dos lloran sin consuelo y sin hacer nada para reprimir el
llanto.
Durante los últimos diez años, siempre las mismas palabras. Cada
ocho de septiembre, fundidos en un abrazo, las mismas palabras.
-Lo siento.
-Hijo, has de aprender a
perdonarte. Yo ya lo he hecho.
En
el mundo real los supervillanos no visten disfraces macabros que atemoricen con
solo verles, ni tienen una maldad superlativa ni tienen superpoderes. En el
mundo real los supervillanos son personas como tu y como yo, personas que
quizás alguna vez soñaron con montañas de dinero y con un poder social que les
haga intocables, pero que al final, cuando esta les llegan descubren que no es
todo tan maravilloso como en los comics o las películas. Son personas que no
disponen de un alter ego que les permita pasar desapercibidos por el mundo, que
tienen que pagar hipotecas como los demás, que no poseen guaridas supersecretas
y que enferman y tienen los mismos problemas y las mismas debilidades que los
demás.
Esta
es la historia de uno de esos villanos, uno cuyo anonimato no le viene por una
doble identidad secreta, sino por que la sociedad al mes siguiente ya no se
acuerda de lo ocurrido dado que alguna otra cosa ocupa las primeras páginas de
los periódicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario